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Publicado: 13/03/2011
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Fuente: Los Andes Turismo

Crónica de dos días en el Parque Nacional Iguazú y alrededores.

Cataratas del Iguazú. La tierra roja, el agua desatada, la vegetación que no deja espacio, la fauna que persiste en su territorio agarrada con uñas y dientes, y la votación para ser la octava maravilla del mundo, a modo de presentación. Muchas veces hablamos de Cataratas, tantas otras la visitamos y aún así al verlas nuevamente, nos emocionamos.

Amaneció nublado, humedad 100%., calor omnipresente. Tomamos la Ruta Nacional Nº 12, que atraviesa lo que se denomina zona de choque -área de arbustos a la vera del camino-. La denominación obedece a que el asfalto genera altas temperaturas quemando la selva propiamente dicha.

Le sigue inmediatamente la de transición, con cedros, palmeras, laureles y tantas especies que con la caída de sus hojas abonan el suelo, y atrás la selva misma y está viva. Dicen que avanza, si la dejamos, que en tan sólo un año la maraña de enredaderas y las arbustivas cubren una casa. No cuesta creerlo.

El cruce con la 101 que lleva a Andresito, nos da pie a otro viaje. Esa ciudad constituye uno de los puntos más extremos de la Argentina, muy promocionado por el impactante entorno natural en el que yaguaretés, pumas, ocelotes, coatíes, venados, tapires, carpinchos y yacarés, se observan en su estado natural. Pero ése será cuento de otro viaje.

Una vez en el Parque Nacional Iguazú, tomamos el tren ecológico hacia la Garganta del Diablo a las 8.30. La espesura se cierra a los lados como una persiana americana y tras un mundo que no se alcanza a ver a pesar de la velocidad súper crucero con la que avanzamos. Los sonidos de la selva le ganan al tren y las mariposas al verde, en una curva el caudaloso río y los flashes que se disparan.

La escena se repite varias veces hasta la parada. El trecho que separa del gran salto, entre pasarelas, aguas y más aguas, nos permite descubrir a los vencejos de cascada, que hacen sus nidos cerca de la costa y en un puente; abajo una tortuga toma sol sobre una roca y una urraca -común o del Paraguay- chilla confundiéndose en la Babel que en estos momentos son las Cataratas.

Los turistas forman una barrera frente al espectáculo mayor, pero no hay que desesperar. Aunque parezca que tardaremos horas en estar en primera fila, la cosa lleva apenas unos minutos y la foto buscada se concreta.

El sonido es ensordecedor, la potencia del caudal se adivina apenas (caen 1.600 m3 de agua por segundo). Dicen que aquel día de la inundación en la década del 80, cayeron 14.000 y arrasaron la pasarela. Por ello ahora están construidas para recostarlas y dejar pasar el agua en casos extremos).

El circuito continúa por varios saltos siguiendo los carteles indicadores, pero a nosotros nos interesa uno en particular. Un camión 4x4 nos adentra en la selva, lejos de las pasarelas a través del Sendero Yacaratiá (nombre de un árbol cuyo fruto se utiliza para alfajores con sabor a madera). Tras la lluvia miles de mariposas salen en búsqueda de las sales minerales, su alimento, brindando un show privado en el lapso de 8 km hasta Puerto Macuco.

La selva paranaense o misionera se muestra en toda su expresión y aunque la fauna es esquiva, ya que mayoritariamente es de hábitos nocturnos, de pelaje o plumaje oscuro para protegerse de los predadores, se adivina su presencia. "Por acá hay lagartos, dice la guía, y todos giran la cabeza.

Un puma se vio la semana pasada en esta área, señala más tarde, una gran noticia ya que se ven una o dos veces al año, afirma. También indica los árboles, los frutos, sus usos y las aves que se animan a quedarse a pesar de nuestro paso. Mientras habla no mira a sus interlocutores. Tiene sus ojos puestos en la frondosa vegetación para divisar animales y enseñarlos.

Resulta impactante observar los pisos que integran el ambiente de árboles, enredaderas y arbustos. Mientras unos se elevan infinitamente para buscar la luz, otros se les cuelgan sirviéndose de ellos y otros se dejan proteger hacia abajo.

Por estos lados el palmito es emblemático, está protegido ya que parte de la fauna depende de su fruto. Y es precisamente el techo selvático compuesto principalmente de palo rosa, más abajo guatambú y naranjos silvestres, el que resguarda la especie.

Apenas 150 metros de escalera hacia abajo nos separan de la Gran Aventura. Lo recomendable al subir a la lancha bimotor que conducirá sin demoras a los saltos, es doblar la ropa y guardarla, junto con todos los elementos de valor, en los bolsos que entrega la empresa, de lo contrario nada saldrá seco (también proveen pilotos).

Se navega aproximadamente unos 6 km; un dato: la tripulación tantea el ánimo de los viajeros y se adecua a ellos. Por tanto si los rostros reclaman acción, la tendrán. La embarcación emprende el trayecto hacia los saltos, pero antes el conductor buscará las rocas y hará saltar el vehículo que al caer sobre el agua levanta a los turistas varios centímetros, y esto es sólo el comienzo.

El bautismo de brumas, que bien señala el speech de la empresa, se puede transformar en un verdadero baño bajo los saltos, y si esto es lo que piden, lo tienen. El capitán no duda en pasar varias veces sobre una de las caídas de agua empapando a los visitantes que no dejan de aullar. La cosa sigue pasando por la Isla San Martín, con su hermosa playita que deja asolearse a los que así lo quieran. Nosotros seguimos en búsqueda de más agua, otro salto, otra ducha y así, hasta desembarcar en el mismo Puerto Macuco bautizados por el Iguazú.

Fuente: Los Andes Turismo


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