A orillas del Paraná, los encantadores recorridos que proponen el casco histórico, los parques y la Costanera.
La oferta turística de Rosario parece estar a mano. Pero es sólo un espejismo en esta ciudad del sur de Santa Fe, que no da respiro ni tiempo. Los atractivos se encadenan en la costanera -desde el puerto hasta la playa La Florida-, demandan atención en el casco histórico, llenan los ojos a lo largo del señorial bulevar Oroño y, finalmente, inducen a delinear un itinerario nocturno que vincule el barrio Pichincha con la costa norte. Por si le faltaba una pata para afirmarse mejor, ahora cuenta con un monumental Casino, que impacta de entrada en la zona sur, donde se diluye la autopista que sube desde Buenos Aires codo a codo con el Paraná.
Enseguida, en esta época de calores impiadosos, el Parque Independencia asoma como el más refrescante pulmón. Creado en 1902, mantiene esa sugestiva combinación de sitios clásicos y antiguos con perfumados rincones verdes. Alrededor del estadio Marcelo Bielsa de Newell's Old Boys -contracara del Gigante de Arroyito, que Rosario Central ostenta cerca del río y el barrio Alberdi-, un lago induce a improvisar un romántico paseo en bote, con escalas en un puente y el Rosedal.
El parque es una fiesta a toda hora para los chicos, que, además, cuentan en el Jardín de los Niños con un programa que combina juegos, misterio, poesía y la sala de inventos Da Vinci. Dejo agendado para la caída del sol el espectáculo de las aguas danzantes.
Aminoro la marcha del auto después de cruzar la avenida Pellegrini, hasta que -perplejo ante las elegantes mansiones de la década del 20 que engalanan las dos veredas de Oroño- sigo la marcha a pie. Son más de quince cuadras para el regodeo, en las que bares modernos, árboles centenarios, bancos y pérgolas complementan la secuencia de detalles racionalistas y art decó.
Rosario vibra con fuerza en la peatonal Córdoba. También aquí afloran diferentes estilos arquitectónicos de los siglos XIX y XX. El Paseo del Siglo revela rasgos renacentistas y neogóticos mezclados con barroco francés, art nouveau y expresionismo alemán. Relucen las fachadas de la Bolsa de Comercio, la tienda La Favorita y el edificio Los Gobelinos.
En pleno microcentro, los rosarinos supieron transformar en un seductor vergel el terreno donde en 1869 fue establecido el Pago de los Arroyos, luego bautizado Villa del Rosario. Ahora brilla con sus flores y senderos la plaza 25 de Mayo. Enfrente, sobre la puerta de madera de la Catedral, un vitral ilustra el primer izamiento de la bandera nacional sobre las barrancas, una gesta que encabezó Manuel Belgrano en 1812.
Unos pasos llevan desde ese sitio con historia fuerte hasta el Monumento a la Bandera, por el pasaje Juramento. Una cascada acaricia un conjunto de esculturas de Lola Mora y el Propileo (templo griego sostenido por columnas rectangulares) resguarda una llama votiva y el Museo de las Banderas. La torre central emerge frente al río y la isla del Espinillo y cada atardecer un ascensor conduce hasta el mirador, a 70 m.
En las alturas, el emblema mayor de la ciudad comparte espacio con las cúpulas del pasado, que en Rosario siguen encumbradas dignamente junto a los edificios modernos. Entre esas celebridades sin fecha de vencimiento, las reminiscencias neoclásicas francesas del hotel Esplendor Savoy -plasmadas en 1910 en el frente, el piso de madera, mosaicos, molduras y muebles- fueron restauradas y este ícono insoslayable fue reabierto en abril de 2009.
El perfil amigable de Rosario y su gente se puede degustar en el bar El Cairo. Para honrar la fama del lugar -era frecuentado por Fontanarrosa y sus amigos y también recibió a Joan Manuel Serrat-, pruebo un Carlitos (tostado de jamón y queso con ketchup). Desde 1943, El Cairo se ganó un lugar en el gusto popular como un café con billar, que frecuentaban periodistas, artistas, jóvenes intelectuales y soñadores para departir sobre fútbol, mujeres y política. En ese orden.
Cruzando Pichincha -décadas atrás, barrio orillero de burdeles y pendencieros, donde vivió su infancia el capocómico Alberto Olmedo-, la Costanera gana en belleza con las pérgolas, flores y juegos del Parque Alem, el corazón del barrio Alberdi. Lujosos chalés se posan sobre la barranca y una seguidilla de boliches y bares se alarga hasta el balneario La Florida. El suntuoso palacio Villa Hortensia, del siglo XIX, ofrece muestras gratuitas de arte.
El mirador de Costa Alta regala dos perspectivas impactantes de la ribera: por un lado, el sendero de 600 m del Paseo del Caminante, que conecta con un muelle abarrotado de pescadores que ingresa 50 m en el agua. La pasarela y sus visitantes parecen empequeñecerse ante la intimidante mole del puente Rosario-Victoria. Al sur, la playa y las lanchas de pasajeros que apuntan hacia los recreos isleños ocupan el primer plano. A lo lejos se adivinan los edificios de la ciudad, borroneada a 5 km pero vital, con su carácter inquebrantable.
Fuente: Clarín Turismo
http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2010/01/10/v-02116859.htm